Javier Mateo Hidalgo /EPDA
El pasado sábado, la ciudad de Valencia vivió una noche bien
singular. Desde el Palau de Les Arts, se celebró la XXXVI edición
de los Premios Goya. Una celebración que este año tuvo como
protagonista a uno de los valencianos más ilustres: Luis García
Berlanga. Los fastos de su centenario han dejado toda una serie de
celebraciones antológicas, que han ido desde exposiciones
retrospectivas de su trabajo, proyecciones de sus películas o
conciertos como el que tuvo lugar en la Iglesia de San Miguel de los
Reyes el pasado viernes, con Pablo García-Berlanga (sobrino del
cineasta) al piano interpretando las bandas sonoras de sus filmes más
emblemáticos.
Además, la gala de los “óscar españoles” fue también especial
por un motivo que se repite todos los años: la entrega del Goya de
Honor, en este caso al gran actor José Sacristán. Uno de los pocos
de su generación que todavía sigue en activo, sorprendiéndonos con
cada nuevo proyecto. Aquel jovencito de Chinchón que quería ser
como Tyrone Power. Sacristán (Pepe para los amigos) se encuentra
siempre en contínua reinvención, aceptando papeles arriesgados de
jóvenes cineastas que parecen poner a prueba su originalidad como
creadores y la de este actor imbatible e infinito. Filmes recientes
como Madrid, 1987 (David Trueba, 2011), El muerto y ser
feliz (Javier Rebollo, 2013), Magical Girl (Carlos Vermut, 2014)
o Formentera Lady (Pau Durá, 2018) así lo atestiguan.
Sacristán afirma necesitar trabajar con gente joven para sentirse
siempre apegado al presente. Y es que resulta bien difícil sentirse
actualizado y muy fácil desapegarse del constante trajín de este
mundo efervescente (y más con el paso de los años de la propia
persona).
Aunque sus inicios tuvieron lugar durante el cine de comedias de los
años sesenta (se inició en el film La familia y uno más de
Pedro Masó, en 1965), nunca renegó de esos primeros papeles
cómicos, afirmando que cada una de esas películas tienen un trocito
de él y no permite que nadie se meta con ellas. Esto es lo que hace
grande a un actor. Del mismo modo pensaba su compañero y amigo
Alfredo Landa, que supo transitar entre el “landismo” de las
suecas y los papeles de El crack o Los santos inocentes con
increíble soltura, sin caer en el ridículo incluso en sus papeles
más histriónicos; demostrando ser un gran actor dramático cuando
había que trabajar para un señorito extremeño o ajustar cuentas
como detective privado.
Una dura empresa es aquella de idear un ranking de las mejores
películas de Sacristán (como esas grandes películas que dice que
hay que ver con reclinatorio de por medio). Él mismo prefiere hacer
un ejercicio de escapismo y dejar que otros las juzguen. Tal vez
podrían destacarse diez títulos, siempre influidos por la
subjetividad de quien realiza la selección (¿cómo ser objetivos
ante una cosa así?). Por de pronto, acudirán seguramente a la mente
de los que dicen tener un cerebro más científico títulos como
Asignatura pendiente (José Luis Garci, 1977), Parranda
(Gonzalo Suárez, 1977), Un hombre llamado Flor de Otoño
(Pedro Olea, 1978), Solos en la madrugada (José Luis Garci,
1978), El diputado (Eloy de la Iglesia, 1978), La colmena
(Mario Camus, 1982), Epílogo (Gonzalo Suárez, 1984), La
vaquilla (Luis García Berlanga, 1985), El viaje a ninguna
parte (Fernando Fernán Gómez, 1986) o El pájaro de la
felicidad (Pilar Miró, 1993). ¿Qué cinéfilo no recuerda a ese
personaje de las ondas que mantiene despierto a la ciudadanía
española en esa larga noche hacia la Transición democrática? Su
nostalgia, con la banda sonora de la Luna de miel de Gloria
Lasso mediante, resultó inolvidable; o ese cómico de la legua que
pujaba desde su ancianidad por recordar episodios increíbles de su
vida. Él mismo reconocía “estar en primero de Fernán Gómez”,
aludiendo a su admirado maestro (al que acaba de homenajear con la
obra de teatro El hijo de la cómica); y, cómo no, a ese
homosexual que por la mañana trabajaba de abogado y vivía
felizmente con su madre, y por la noche se travestía cantando en un
cabaret o tramaba planes como anarquista; o ese escritor en continua
pugna con su compañero y enemigo de letras Paco Rabal (un duelo
pugilístico entre “Rocabruno” y “Ditirambo”).
Para Sacristán, el mérito no se encuentra en recibir premios sino
en poder continuar trabajando para después obtenerlos, pues una cosa
no sería posible sin la otra. Cuando el pasado septiembre obtuvo en
San Sebastián el Premio Nacional de Cinematografía, afirmaba ufano
haber conseguido engañar al público durante más de sesenta años:
“Se han creído que era el recluta, el emigrante, el ingeniero, el
de los globos, el asesino. ¡Qué suerte, más de sesenta años sin
dejar de jugar!” Sacristán aludía así a su niñez: “Hace poco
leí una entrevista a mi admirado Luis Landero en la que citaba a
Nietzsche. Decía: no hay mayor seriedad que la del niño cuando
juega. Yo me ataba unas cuantas plumas de gallina en la cabeza y me
plantaba, desafiante, ante mi abuela. ¡Virgen santa! ¡Un indio!,
gritaba ella. Se lo ha creído, pensaba yo. Cuando tuve noticia de la
concesión de este premio, volví a oír el grito de mi abuela. ¡Se
lo han creído!”
Visiblemente emocionado en la noche de su homenaje, sosteniendo el
busto goyesco de Mariano Benlliure, Sacristán recordaba su tierra y
establecía un paralelismo metafórico con su trayectoria: “En el
campo, se sabe, hay un tiempo para labrar la tierra, un tiempo para
echar la simiente y otro para recoger los frutos. Gracias a todos los
que con su confianza en mi trabajo me permiten seguir arando y
cosechando frutos como éste”.
Además de como actor, Sacristán ha participado de la vida pública
y política, sincerándose a cada momento sin importarle lo que de él
podían pensar. Esto es algo elogiable, mostrarse transparente,
pudiendo o no tener razón, tratar de justificar su pensamiento
sabiendo que puede evolucionar y de hecho evoluciona. Nunca se ha
casado con nadie y ha cantado las verdades del barquero, aún a
sabiendas de que podían pasarle factura en su carrera. En ese
sentido, ha hecho gala de una gran valentía y personalidad. Es, en
este sentido, un creador completo y humanista, siempre pendiente de
lo que sucede a su alrededor. La persona y el personaje, cuando la
máscara no está de por medio o, por contra, nos oculta la
identidad. Su influencia es larga, como la del ciprés de su admirado
Delibes. Tal es así que hasta Carlos Goñi le dedicó una canción
de su último álbum, “Sacristán de Sacristanes”.
Este es el hombre, un hombre que hizo llamarse “Flor de Otoño”
(pudiendo comenzar a interpretar aquellos papeles verdaderamente
importantes tras el franquismo, que le atañían en sus inquietudes o
preocupaciones humanas y sociales), y que siempre se llamó José
Sacristán. Esperemos poder disfrutar de su testimonio y trabajo
muchos años más.
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