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Tras la sorprendente Longlegs (2024) y sin apenas descanso, el talento de Osgood Perkins vuelve a brillar en esta terrorífica comedia. El director, guionista y actor (aquí tiene un pequeño papel) parte del relato homónimo de Stephen King, publicado en 1980. No obstante, le añade unas chispeantes y eficaces notas de humor negro que refuerzan sus acentuados toques gore. La apuesta le sale bien porque, en conjunto, equilibra ambas vertientes. La inquietante intriga sirve de hilo conductor y ofrece escenas espeluznantes, pero les incorpora detalles que las convierten en unos ingeniosos gags.
Hal y Bill son gemelos y comparten muchas cosas, aunque tienen caracteres muy distintos, de hecho, no se soportan. Casualmente, descubren en el desván un mono mecánico que era de su padre, quien abandono a los suyos tiempos atrás. Cada vez que le dan cuerda se producen unas muertes horripilantes y las víctimas son siempre personas cercanas. Cuando toman conciencia de esa conexión, deciden deshacerse del juguete. 25 años más tarde llevan vidas diferentes y prácticamente han perdido el contacto; sin embargo, unos fatales sucesos resucitarán el espantoso pasado que creían enterrado.
La breve introducción ya destapa su esencia argumental. Ello no le resta incertidumbre a lo que viene después. La trama, sin ser especialmente compleja, acierta a provocar las sensaciones que pretende. El siniestro autómata se convierte en el auténtico protagonista y sus apariciones despiertan una gran expectación. En ocasiones ejerce de justiciero y dicta unas sentencias letales e inevitables. Se aproxima en este apartado a Destino final (2000).
Con el salto temporal, que marca un punto de inflexión, la historia no pierde interés. Desarrolla convenientemente los conflictos familiares y sin restarle intensidad a los incidentes que se suceden, el filme adquiere mayor entidad. El desenlace contiene unos giros imprevisibles.
Sin subestimar al cineasta neoyorquino, hay que aplaudir a los diseñadores del simio diabólico. Su aspecto maligno y sus ceremoniosos movimientos resultan fundamentales a la hora de proyectar el desasosiego que busca el realizador. Se deben extender estos reconocimientos a aquellos técnicos encargados de simular sangre, vísceras y otros restos orgánicos supuestamente humanos.
El jovencísimo Christian Convery (Oso vicioso) se luce al desdoblarse en unos registros opuestos. Lo mismo ocurre con Theo James, que ha mejorado sustancialmente con respecto a la serie Divergente, evidenciando una agradecida progresión.