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Los aficionados a la tauromaquia disfrutarán plenamente de este documental, pero quienes no lo sean pueden sentirse incómodos por sus cruentas imágenes. Al margen de ello, se recrea excesivamente en las espléndidas y aplaudidas faenas del protagonista. Centra la atención en el ruedo y, aun reconociendo su virtuosismo estético, se gusta demasiado. No aborda otros aspectos que podrían haber dado mucho juego, incluyendo aquellos de carácter personal. Con todo, acierta a transmitir la tensión, la violencia y la plasticidad que aúna la lidia. La forma en que la filma Albert Serra (Pacifiction) depara momentos propios del cine de terror.
A sus 28 años, Andrés Roca Rey está considerado como uno de los mejores toreros del mundo. Los trofeos conseguidos y las crónicas especializadas así lo acreditan. La película consigue poner al espectador prácticamente a su lado, desde que abandona el hotel con su cuadrilla hasta la salida de la plaza. No obstante, dedica la mayor parte del metraje (125 minutos) a lo que ocurre en el albero. La introspección y el ritual preceden a la concentración que exige la muleta. El arte, la sangre y la muerte se confunden. Al acabar la corrida, podemos sentir la liberación de adrenalina que experimenta.
El director catalán no olvida el sufrimiento del toro. Lo presenta en libertad y revestido de una singular nobleza animal, ajeno al destino que le aguarda. Al salir a la arena engrandece su estampa, imponente y temible. Le aproxima las cámaras igual que hace con el maestro peruano. En este caso, capta sus elocuentes gestos y los proyecta con fuerza. Demuestra el oficio con que se ha empleado al acercarnos a los diferentes estados anímicos del diestro. No resulta difícil ponerse en el lugar del matador por unos instantes.
Los subalternos gozan de pequeñas y agradecidas intervenciones. Los espontáneos comentarios que realizan, utilizando expresiones taurinas, introducen algunos matices cómicos. Se ponen en valor sus distintos cometidos y no solo durante los tercios que les corresponden.
Sus indiscutibles méritos técnicos seguramente pesaron decisivamente para otorgarle la Concha de Oro en San Sebastián. Logra aunar el refinamiento con la brutalidad y proporciona una experiencia que va más allá de cualquier transmisión televisiva.
La música de Marc Verdaguer se utiliza convenientemente en las transiciones que vertebran el desarrollo narrativo y desaparece cuando corresponde.