Manolo Mata Hasta no hace mucho el futuro era algo que estaba muy lejos; algo soñado, imaginado, intuido por los datos del presente. Actualmente el futuro es ya, ahora o incluso ayer.
Hace sólo cinco años Donald Trump era un gestor inmobiliario que hacía realitys, Pedro Sánchez pudo ser Presidente del gobierno pero lo fue Mariano Rajoy y Pedro dejó de ser secretario general del PSOE al poco tiempo, el Reino Unido era un miembro más de la Unión Europea y Boris Johnson era un excéntrico alcalde de Londres, Bolsonaro era un diputado brasileño que había pasado por ocho partidos y del que se burlaban sus compañeros por sus sorprendentes propuestas. Hemos vivido cambios repentinos en sólo cinco años, un suspiro en la historia. Hace sólo siete meses se declaró la pandemia mundial por una enfermedad con síntomas parecidos a la gripe, que se contagiaba con extrema facilidad, que ha causado ya más de un millón de muertos en el mundo, que no conoce fronteras y que ha conseguido que no seamos como fuimos ni como pensábamos ser. Ni nosotros, ni los países, ni la ciencia, ni el trabajo, ni el transporte, ni la contaminación, ni siquiera el amor y tantas otras cosas jamás volverán a ser lo que fueron.
La pandemia pasará, como el título de ese maravilloso libro de Milena Busquets “También esto pasará”, pero nada será igual. Lo importante es que cuando hablemos de reconstrucción no nos refiramos a aquello de lo que nos quejábamos, a aquello que maltrataba nuestras vidas, a lo que nos parecía intolerable. Reconstruir después de esta maldita pandemia tiene que ser construir lo que soñábamos. ¿Qué es sino el futuro? Eso que no conocemos pero que imaginamos con los datos que hoy tenemos.
La pandemia ha demostrado que las bases de la prosperidad eran muy débiles y que la globalización ha puesto de manifiesto todas nuestras debilidades. La ideología dominante desde los años 90, el neoliberalismo, ha dejado de tener defensores. Nadie apuesta por menos Estado, menos servicios públicos, menos ayudas públicas, menos regulaciones, menos gasto público. Hasta el mayor defensor de Hayek o Friedman clama por las ayudas a las empresas o sectores en crisis. Se vuelve a creer en lo público, en las políticas de gasto, en el keynesianismo económico y lo hacen todos, aunque les cueste reconocerlo. Hoy, el muy leído Yuval Noah Harari, dice que “Espero que la COVID extinga de una vez el modelo de pensamiento que apuesta por la privatización. Nadie puede pensar en serio en dejar al libre mercado la gestión de la salud pública”
Todas las propuestas de la derecha son propuestas de gasto y en su persistente búsqueda de cuadrar los círculos, se empecinan en proponer bajadas de impuestos. Por primera vez tenemos datos objetivos de que en el mundo hay un exceso de liquidez, un exceso de riqueza. La desigualdad entre la ciudadanía es sangrantemente brutal pero no tenemos falta de riqueza, padecemos una asfixiante concentración de la misma.
Durante más de treinta años la ideología dominante y la propaganda neoliberal han hegemonizado occidente y han conseguido hacer creer a muchos ciudadanos y ciudadanas que los impuestos son un invento del diablo de la izquierda. Deberíamos recordar que ha pasado en Estados Unidos en el último siglo. Su época dorada, aquella en la que se acometieron los enormes proyectos sociales, educativos, de infraestructuras, de cooperación internacional fueron precisamente aquellos en que los más ricos pagaban muchos impuestos. En 1918 el presidente Woodrow Wilson elevó la tasa del impuesto de la renta al 77% para los ingresos superiores a un millón de dólares (hoy serían unos 15 millones). Después de algunas oscilaciones a la baja, Roosevelt llevó la tasa a un 94% a los que ganaban más de 200.000 dólares (unos 2.600.000 dólares de hoy). Durante más de 20 años las grandes fortunas nunca pagaron menos del 90% de impuestos. Fue la época de mayor crecimiento económico y sociocultural en el país. Dwigth, Truman, Eisenhower o Kennedy mantuvieron esas políticas. Todo empezó a bajar con Johnson, Nixon, Ford y Carter. Reagan y sus Chicago boys (hijos de Hayek y Friedman) bajaron espectacularmente los impuestos de los que más tenían. Sólo Clinton y Obama hicieron tímidas subidas pero la tendencia siguió a la baja. Hoy estamos ante un país muy desigual, que ha frenado su expansión, ha perdido habitabilidad y sólo se mantiene con niveles de deuda insoportables.
Algo está pasando, sin saber demasiado bien por qué, cuando en un momento económico de pérdida generalizada del PIB en todos los países del mundo, y en el nuestro de los que más, resulta que el euribor es negativo (-0´47%), las letras del tesoro español, los bonos del estado y los instrumentos que nos financian a 10, 20 o 50 años, están a intereses negativos o irrisorios.
Se ha abierto la puerta a construir un mundo soñado. Luchar contra el cambio climático, teletrabajar, repartir el trabajo, trabajar menos, descarbonizar, y sobre todo luchar por la igualdad entre los seres humanos vengan de dónde vengan, sean de dónde sean. Podemos vivir en un mundo más justo socialmente, más igualitario, de hombres y mujeres más libres, más honrados, más inteligentes, más cultos, más iguales.
Nos contamina el odio, la polarización, la estigmatización del que no piensa como nosotros, de las afirmaciones absolutas. Parece como si hubiera siempre un motivo para odiar. Churchill decía que construir una civilización y unas reglas lleva siglos pero para destruirla basta pequeños gestos que quieren saltarse las convenciones. Ese es el gran enemigo al que nos enfrentamos, el que trasmite odio al diferente, el que defiende el racismo, la xenofobia, a aporofobia, las respuestas sencillas a problemas complejos, el que deforma la realidad, el que sólo sobrevive en el enfrentamiento permanente.
Sorteando los peligros, desde el sufrimiento del momento actual, tenemos que pensar en CONSTRUIR, con mayúsculas, pensando en ese mundo mejor que hemos soñado y que puede ser posible.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia