Para los bibliófilos —o más honestamente, los compradores compulsivos de libros cómo yo— hay algo casi sagrado en el acto de adquirir un nuevo ejemplar. No se trata sólo de lectura: es posesión, es olor, es tacto. Es ese placer animal de abrir un libro y sentir que hay un mundo contenido en unas pocas hojas encuadernadas. Pero dentro de ese goce hay sendas distintas, y cada una despierta emociones diferentes: el rastro, la librería y la compra por internet.
Ir al rastro es, sin duda, una aventura. Allí no buscas un libro, buscas la posibilidad del hallazgo. Es la versión literaria del cazador: no sabes qué encontrarás, si es que encuentras algo. Puede que vuelvas con las manos vacías o que salgas con una joya escondida entre montañas de ediciones manoseadas, un primera edición, un ejemplar descatalogado o una firma olvidada en la primera página. Y todo por unos pocos euros. Hay magia en eso, en el azar, en el polvo, en lo inesperado. Pero también hay un riesgo: el del autoengaño. A veces, por no volver con las manos vacías, terminas comprando un libro que sabes que no te interesa, que no cabe en tu biblioteca ni en tus intenciones. Y aún así, lo compras. Porque el acto de comprar ya es un goce en sí mismo y el acto de pasar una jornada de búsqueda para el bibliófilo y volver a casa con las manos vacías, es un acto desolador para él.
En cambio, la librería es el lugar de la certeza. Allí todo está dispuesto con mimo, con orden. Hay curaduría, hay selección, hay un librero que ha pensado qué merece estar en sus estantes. Lo que encuentras en una librería y más en las de lance, tiene el sello de lo valioso, lo clásico o selecto. Pero también tiene el precio del mercado, muchas veces muy elevado comparado con el rastro, como es lógico y normal. Comprar allí es una experiencia más pulida, más estética, menos salvaje. Lo mismo ocurre con la compra por internet: encuentras exactamente lo que buscas, lo encargas con clicks y lo recibes en la comodidad de tu casa. Práctico, eficiente, sin polvo ni decepción. Pero también sin la emoción del hallazgo casual.
La diferencia, en el fondo, radica en el vínculo con la incertidumbre. El rastro apela al romanticismo del azar, a la nostalgia del buscador de tesoros. La librería y la tienda online ofrecen seguridad, eficiencia, pero quizá menos alma. Y aunque todas las rutas conducen a libros, no todas despiertan los mismos fantasmas ni los mismos placeres.
Al final, ser bibliófilo es estar condenado a una búsqueda constante. Ya sea en los puestos desordenados de un mercadillo o en las estanterías perfectamente ordenadas o no, de una librería. Y que quizás, en el fondo, no buscamos libros. Buscamos vivir aventuras, preservar la historia y el patrimonio o simplemente buscamos compañía. Buenos amigos.
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