Isabel Barrajón /EPDA Según el último barómetro del CIS, la inmigración ya es percibida por la ciudadanía española como el principal “problema”, por primera vez desde hace 20 años. En tan solo tres meses, escala del noveno al primer puesto en la lista de preocupaciones ciudadanas, superando al desempleo, a la economía o a la vivienda.
Con independencia de que sea o no una encuesta “precocinada”, de lo que no hay duda es de que las derechas, compitiendo entre ellas por puro electoralismo, han conseguido poner el foco en la inmigración. Un marco discursivo construido a base de indecencias reaccionarias, abiertamente declaradas ya sin ningún pudor. Empezó el pulso Vox a cuenta de niñas, niños y adolescentes no acompañados, pisoteando los derechos de la infancia; siguieron hablando de militarización de fronteras y expulsiones masivas, muy lejos del marco de legalidad internacional. Entre muchas otras perlas, cada cual más cruel, la última ocurrencia del principal líder de la oposición ha sido su apoyo al plan fascista de Meloni, consistente en bloquear el rescate humanitario, externalizar la acogida a Albania en macrocentros de internamiento, riéndose así del derecho de asilo, o los delirantes acuerdos con Libia y Túnez para abandonar en el desierto a cientos de seres humanos.
Esta escalada verbal sobre el debate migratorio, intoxicado por la extrema derecha y avivado por los grandes medios de comunicación, ofrece toda una serie de falacias deshumanizadoras sobre las personas venidas del Sur Global para despertar los instintos más básicos. Sin embargo, la realidad y lo que dicen todos los indicadores desmienten la mayor parte de las creencias que se dan por innegables.
Cuando se habla de inmigración irregular, se acompaña con imágenes de pateras o cayucos repletos de personas africanas llegando a costas canarias, andaluzas o alicantinas. Sin duda es trágico, pero las cifras nos dicen que esta es tan solo una parte muy pequeña de la realidad y que esta visión parcial es la que contribuye a desarrollar los prejuicios y los estereotipos racistas y xenófobos.
La inmensa mayoría de personas sin autorización que llegan a territorio español no lo hacen por la costa, sino por el aeropuerto de Barajas. Y el país extracomunitario de donde más personas vienen no es africano, sino Venezuela, seguido por Colombia y Honduras. Aunque sean menos visibles, en España han sido acogidas más personas procedentes de Ucrania que de toda África subsahariana. El País Valenciano también refleja una tendencia parecida. El aumento de población extranjera se ha debido, por un lado, al éxodo provocado por la guerra de Ucrania, tanto de personas ucranianas como rusas. Y por el otro, a la inmigración procedente fundamentalmente de Venezuela y Colombia, en su mayoría mujeres.
Estos marcos del neofascismo hinchan lo llamativo y desprecian la evidencia científica. La gran mayoría de personas procedentes de otros países, que forman parte de nuestras comunidades y que resultan esenciales para nuestro desarrollo, nuestra economía y nuestro crecimiento demográfico, ya tienen los papeles en regla. Según algunas aproximaciones, no llegan ni al diez por ciento quienes no han conseguido aún regularizar su situación.
No colapsan la sanidad pública, pues el porcentaje de población que está en edad de trabajar y cotizar a la Seguridad Social es mucho mayor en la población migrante que en la española; no reciben más ayudas por ser personas extranjeras; ni compiten por los trabajos mejor remunerados, sino que, injustamente, ocupan los peor considerados y más precarizados, en especial en sectores como el agrícola, la hostelería o de cuidados, muchas veces por debajo de su nivel de estudios y capacitación profesional.
Los datos muestran cómo la población migrante en situación administrativa irregular, la más demonizada sobre el supuesto abuso de recursos, utiliza mucho menos la asistencia sanitaria, con independencia del país de origen o de la duración de la estancia en el Estado español. Lo mismo ocurre con el consumo de medicamentos.
La situación de irregularidad conlleva la imposibilidad de acceder a un trabajo digno, al derecho a bajas laborales retribuidas, subsidios u otras ayudas sociales a los que toda persona trabajadora tiene derecho, con ahorros en cotizaciones para el empleador. Curiosamente, sobre esto último no hablan los generadores de bulos antiinmigración. No se corresponde tampoco con ningún estudio, ni con los propios datos de Interior, el estereotipo falso de los migrantes como potenciales delincuentes. Sin embargo, sigue calando esta creencia y siguen siendo objeto de todo tipo de especulaciones criminalizadoras.
Cualquiera, desde la ecuanimidad, puede entender que migrar no es el problema. Conceptualizar como problema la inmigración es un pretexto más para unas derechas, que representan los intereses de un capitalismo cada vez más hostil, cuyo foco ayer era la cuestión identitaria y hoy es la invasión extranjera. Una excusa para desviar la atención de la raíz del verdadero problema que es el mantenimiento de un sistema injusto y agonizante. No existe el tan recurrente “efecto llamada”. En todo caso, el efecto salida o huida de situaciones adversas originadas por la codicia de intereses espurios: guerras, expolio de recursos naturales… obligan a sus habitantes a buscar una vida digna.
Los verdaderos problemas los sufren las personas migrantes en carne propia: el racismo, el clasismo y el odio. El drama de los cientos de seres humanos muriendo por llegar a nuestras costas. Cuatro personas por día murieron el año pasado camino de nuestro país. Once personas al día intentando llegar a Europa. Tragedias inasumibles para cualquier demócrata íntegro porque suponen la negación misma del derecho humano a la vida.
La dejación de responsabilidad de gran parte de los gobiernos europeos, cada vez más escorados hacia la extrema derecha, que han asumido el marco antiinmigración y que, en lugar de articular canales seguros para una inmigración tan positiva como necesaria, ejecutan políticas mortíferas de militarización y externalización de fronteras a países poco o nada respetuosos con los derechos humanos. Además, criminalizan a las únicas organizaciones humanitarias dispuestas a rescatar vidas en el mar.
El problema en nuestro país es también la falta de mecanismos suficientemente ágiles y efectivos para evitar la irregularidad administrativa de personas a las que se les ven negados sus derechos. Irregularidad que equivale a exclusión, explotación, invisibilidad y vulnerabilidad. El problema es la persistencia de un modelo clasista neoliberal de precariedad laboral a expensas de esta población migrante, que es utilizada como mano de obra barata.
Desgraciadamente en estos momentos, el debate de cómo gestionar la complejidad de las migraciones está tan intoxicado que se hace casi misión imposible para nuestros políticos mejor intencionados abordarlo desde la serenidad. Y es que las cifras no importan frente a los imaginarios sociales excluyentes de amenaza e invasión, por muy surrealistas que nos parezcan a quienes todavía no hemos perdido la empatía por la humanidad.
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