La fiscal valenciana contra los delitos de Odio, Susana Gisbert. Ayer
escuchaba que la ley de divorcio cumple cuarenta años. Casi nada.
Todo un cumpleaños que, si fuera una persona, celebraría montando
una fiesta multitudinaria, si es que la pandemia lo permitía.
Pero
el divorcio no es una persona, sino una realidad. Una realidad que no
siempre estuvo ahí. Y bien está recordarlo.
Ya
hacía más de cinco años que el dictador murió y empezamos con eso
que los libros de Historia llaman Transición. Cinco años, que
pueden no parecer nada, pero que pasaron para quienes necesitaban de
esa ley con la lentitud del paseo del más perezoso de los caracoles.
Aunque
la gente más joven no lo conciba, hubo un tiempo en que el divorcio
no existía, y otro en el que, aun existiendo, era totalmente anormal
y hasta estigmatizante. Todavía me vienen a la cabeza muchas
anécdotas de la época, pero me limitaré a recordar algunas.
Un
buen amigo, hijo de una de las primeras parejas divorciadas, suele
contar que, cuando era pequeño, tenía que responder con cierta
frecuencia a preguntas incómodas sobre permisos paternos para ir a
excursiones, firma de notas y otras incidencias académicas. Por
indicación de su madre, mi amigo solía responder “es que estamos
divorciados” lo que, cuanto menos, dejaba al interlocutor con la
boca cerrada.
También
recuerdo, algo antes, cuando todavía se discutía sobre la
conveniencia de aprobar la ley del divorcio, que una “compañera”,
otra adolescente como yo, me empotró contra la pared de un baño,
llamándome “roja de mierda” por el solo hecho defender el
divorcio frente a planteamientos ultracatólicos. Es curioso, pero no
hace mucho alguien me contó de ella que estaba divorciada, y recordé
este episodio. Algo que tampoco es extraordinario, si repasamos las
personas casadas con alguien de su mismo sexo después de haber
votado en contra de la aprobación de la ley del matrimonio
homosexual, por ejemplo. La incoherencia no tiene edad.
Por
último, me acuerdo de una compañera cuya madre llevaba toda su vida
conviviendo materialmente con el mismo señor, padre de sus hijas,
pero que no podían tener su apellido, ni su herencia, porque cometió
el terrible error de estar casado antes con otra mujer. Lo peor es
que aquel hombre estaba por aquel entonces ya enfermo de cáncer, y
cada día de retraso en aprobar la ley era una espada de Damocles
sobre el futuro de sus tres hijas.
Ahora
todo esto es pasado, pero no siempre lo fue. Y no está de más
recordarlo. Por si acaso.
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