Susana Gisbert. / EPDACuando era pequeña, a las niñas nos enseñaban a coser en el colegio. Todas -o casi todas- las niñas de la época hicimos aquel famoso pañito con muestras de ojales, dobladillos, vainicas y distintos tipos de punto. A muchas acababa haciéndoselo su madre, porque si nosotras cosíamos algo, la generación anterior a la nuestra lo cosía todo. Poco más les dejaban hacer.
Después de nosotras, el hilo y la aguja cayeron en desuso. Quedaron arrumbadas en el rincón de las cosas de una época a superar, y no nos percatamos del error, porque saber algo de costura es necesario, tanto para hombres como para mujeres. Siempre hay orillas que se deshacen, botones que se caen, o cuerpos que cambian su tamaño y necesitan que la ropa les acompañe.
Yo nací entre patrones y costuras, hija de una virtuosa modista que tuvo la osadía de traspasar el ámbito doméstico y hacer de la necesitad virtud. Mi madre cosía para casa y para la calle, y lo hacía muy bien. Nada se le resistía, fuera ropa de uso común o de fiesta, trajes de novia o indumentaria valenciana cuando nadie la llamaba así sino, sencillamente, “trajes de fallera”. La recuerdo siempre cosiendo y disfrutando de la costura y, tal vez por eso, yo sigo amando el hilo y la aguja, aunque durante algunas épocas le haya dado un tanto de lado, más allá de lo imprescindible.
Ahora programas como “Maestros de la costura” han vuelto a poner de moda la costura o, al menos, han contribuido a ello. Y proliferan talleres e iniciativas con esa actividad que no debimos perder nunca. Y yo, por supuesto, no he querido ser menos.
En cuanto alguien, en un alarde de generosidad que nunca agradeceré bastante, se ofreció a enseñar a quién quisiera hasta que lográramos hacer una falda de valenciana, no lo dudé un momento. Y redescubrí el placer que conlleva conseguir hacer cosas con mis propias manos. Acabé la falda, más bien pronto que tarde, y pude enseñársela a mi madre, apenas unos días antes de que se marchara para siempre, a punto de alcanzar los 101 años. Sonrió satisfecha y solo por eso valió la pena el esfuerzo.
Pero la cosa no ha quedado ahí. El gusanillo me ha vuelto a entrar y no veo el momento de acometer uno u otro proyecto, aguja en ristre. Y no soy la única. Más tarde o más temprano, todas hemos pasado la pantalla de la falda y nos resistimos a que sea el fin. Así que se ha convertido en el principio y, por suerte, seguiremos.
Ahora solo falta que los hombres también se animen. Porque, aunque es cierto que hay grandes modistos, falta afición del día a día. Y no saben lo que se pierden.
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