Siempre me ha sorprendido el uso de la palabra ´Rastro', con mayúscula inicial, para referirse a un mercado ambulante que ofrece los más variopintos productos a bajo precio y que suele celebrarse en domingo. Rastro evoca pistas, vestigios, sí, y esa reminiscencia a matadero en la cercanía donde degollaban a animales y un reguero de sangre manchaba las inmediaciones y dejaba la señal de lo sucedido.
El Rastro de Madrid constituye un referente turístico, de visita esporádica para foráneos si se pasa un fin de semana en la ciudad. El de Valencia resulta, estéticamente, bastante mejorable. A lo largo de las décadas ha fluctuado de ubicación desde la coqueta (ahora más que antes, cuando podía definirse como castiza) Plaza Redonda hasta los aledaños del estadio de Mestalla y, ya en los últimos tiempos, en un extremo de la avenida de Tarongers.
Dos principales ventajas detecto en su actual espacio: la relativa facilidad de aparcar para quien acuda en vehículo privado al tratarse de un domingo y no haber vida académica en este entorno universitario y el disponer de una explanada más o menos amplia para que los vendedores exhiban sus abigarrados artículos.
Por lo demás, se halla en un lugar apartado, bastante alejado de sus antiguas ubicaciones más céntricas, nada recogido para soportar el calor valenciano, y, desde luego, sin ningún encanto atrayente. Más allá de aprovechar quien se desplaza para acercarse al paseo marítimo no le encuentro mayor gancho que permita optimizar el trayecto. Que no es mala idea.
Por cierto, y aunque nada tenga que ver, todavía recuerdo una conversación con un vecino extranjero hace un mes. Estaba el cielo encapotado y le pregunté si no cogía paraguas. Me respondió alegre y categórico que para qué, que en Valencia nunca llueve. ¡Qué lejana en el tiempo queda esa respuesta!