Sí,
ya sé que escribo muchas veces sobre mis vivencias en el autobús,
si yo les contara… Con las experiencias recogidas, se podría
obtener fácilmente un doctorado en sociología. ¿Y qué son estos
artículos periodísticos que yo escribo sino una aproximación a la
sociología urbana? Todos y cada uno de nosotros podríamos contar
varias anécdotas al respecto del bus y de sus ocupantes, clientes
fijos e intermitentes a la vez, que es lo que somos en esta vida:
tenemos vocación de ser clientes fijos, pero nacemos con el virus de
lo efímero ¡qué le vamos a hacer!
Hoy
les voy a hablar del punto negro del autobús, porque no se crean
ustedes que son las carreteras las únicas que tienen esos famosos
puntos negros. Yo creo que existen en muchos otros sitios, solo es
cuestión de detenerse a descubrirlos y darlos a conocer para evitar
que otros caigan en ellos. El punto negro del autobús, no les haré
sufrir más, está en su plataforma central, concretamente en el
ángulo interior que forma el lateral con la barra que separa el
primer par de asientos. Cuando uno sube al autobús, si los asientos
están ocupados, que por algún misterio indescifrable siempre lo
están, se suele dirigir inconscientemente hacia ese fatídico lugar,
no me pregunten por qué, lo tengo observado. Quizá es porque allí
uno imagina que estará más cómodo. Aparentemente resulta un lugar
seguro, pero después de varias paradas en que la plataforma comienza
a llenarse, y a llenarse, y a llenarse, te das cuenta de que tu
primera impresión era falsa, falsa y engañosa, de hecho, era una
trampa mortal. La masa que nunca deja de subir, te rodea, te
arrincona inclemente contra la esquina, te corta la retirada cada vez
más hasta que te dan ganas de gritar pidiendo que te dejen salir de
allí, pero ya es muy tarde, no tienes dónde ponerte, estás
encerrado, prensado contra esas barras que antes te parecían el
máximo de la seguridad. La angustia se muestra en tus facciones.
Eres la imagen del boxeador al que el contrario ha arrinconado contra
las cuerdas y que, en breve, lo va a derribar de un derechazo. Te
clavan un bolso en el hígado, te sacuden la cara con unas mechas
tintadas y te hunden las costillas centímetro a centímetro contra
la esquina. Ya no puedes mover los pies. Miras hacia todas partes
buscando una vía de escape, pero no la hay. Se trata de un combate
desigual y sin árbitro. Ruegas para que se bajen todos, imposible,
suben más. Lo último que recuerdas es que hacías esfuerzos por
evadirte de la situación pensando en esa imagen de los autobuses de
hace cincuenta años, aquellos que se abrían las ventanillas a la
altura de los codos y podías sacar la cabeza.